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jueves, 12 de enero de 2017

The fire in you (Pablert)

The fire in you (Pablert)



The fire in you (Pablert)
by dwatercolour

AU de Fahrenheit 451, adaptado al año 2016. 

En el que Pablo y Albert trabajan en el equipo de bomberos de Madrid, y en el que pasan demasiadas cosas en solo una noche.

Si habéis leído el libro sabréis de qué va, y si no lo habéis leído espero que os entren ganas de hacerlo ;)



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Parte 1. "The temperature at which book paper catches fire and burns."






"La temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde."




-Albert, cariño, despiértate, que ya son las ocho. - La dulce voz de Beatriz llamó su atención, llevándoselo a la fuerza de su mundo onírico a la triste y gris realidad.

El chico abrió los ojos con dificultad, soltando un quejido de dolor al sentir como los rayos del sol se clavaban en los ojos, punzantes como agujas y le propinaban un dolor de cabeza insoportable. Revolviéndose entre las sábanas, suspiró y se tumbó boca abajo, hundiendo la cara en una de las almohadas.

-Vamos, Albert, que vas a llegar tarde. - dijo su mujer poniéndose en jarras. - Tienes el desayuno preparado en la cocina, y el uniforme listo en el armario.

Frustrado por tener que levantarse tan pronto después de haber dormido más o menos bien por primera vez en meses, se levantó soltando un sonoro gruñido, al que su mujer respondió con una carcajada.

-No seas tan escandaloso. - le dijo dándole un beso en la nariz. 

Albert la abrazó por la cintura y la atrajo hacia él, tumbándose de nuevo en la cama y llevándosela consigo.

-Ve con cuidado - se cubrió el vientre con la mano mientras sonreía al sentir los cálidos labios de Albert dejando un camino de besos por su cuello. - Venga, no te líes que vas a llegar tarde.

La mujer se deshizo del abrazo de su marido, que le respondió con un quejido.

-Esta noche hacemos lo que quieras, pero ahora te toca salvar vidas. - la mujer le echó encima la percha donde

colgaba su uniforme de bombero.

Sin demasiadas prisas, el muchacho se aseó y desayunó y en apenas media hora acababa de abrocharse los botones de la camisa del uniforme frente al espejo que había al lado de la puerta de casa, mientras su mujer se acercaba a él con una mochila a juego con su ropa. Albert se puso la chaqueta y besó el logotipo del cuerpo de bomberos, la salamandra de color rojo que decoraba el pecho de la prenda oscura, como hacía cada vez que iba a trabajar, mientras abría la puerta para salir.

-¡Buenos días, vecinos! - Saludó su amigo y colega, Pedro Sánchez desde el jardín de al lado.

-Buenos días, señor Sánchez. - Albert le dedicó una de sus mejores sonrisas. - Buenos días familia.

La mujer y las hijas de su jefe se despedían de él en el jardín, mientras el perro de la familia correteaba y brincaba alrededor de ellos pidiendo atención. Estaban para hacerse una foto de catálogo inmobiliario como claro ejemplo de casa con piscina y familia feliz.

-Tienes la comida en la mochila, cariño. Que vaya bien el día. 

La mujer le dio la bolsa y se despidió de él con un beso en los labios. 

-Que vaya bien, peque. - se despidió de Beatriz y acarició su vientre con delicadeza.

-¿Listo para otro día de salvar a la gente? - Sánchez le dio una fuerte palmada en la espalda al catalán.

-Por supuesto.

Después de aquél comentario se animó, y consiguió la energía necesaria para afrontar su día. Su vida era maravillosa; tenía una casa enorme, una mujer hermosa, un hijo en camino y un buen trabajo. Ser bombero era un trabajo arduo, cansado y duro, tanto a nivel

físico como psicológico, pero valía totalmente la pena porque en el fondo eran héroes. Hacían felices a las personas, y no había dinero que pudiera pagar eso.

Llegar al Departamento de Incendios era lo único que le hacía falta para activarse al cien por cien. La gente correteando por los pasillos a toda prisa, vociferando y dándose ánimo unos a otros cuando partían a las misiones, motivaban a cualquiera. Sentados alrededor de la mesilla de la sala de descansos le esperaba uno de los miembros de su equipo, Pablo Iglesias y un chico que no había visto nunca por allí pero también vestía con el uniforme reglamentario.

-Buenos días, caballeros. - saludó Juan Carlos Monedero, el coordinador de unidades del Departamento. - Ahora que estamos todos os presento a Iñigo Errejón, vuestro nuevo compañero, recién salidito del programa de adiestramiento.

-Es todo un gusto estar con ustedes. - Sonrió el chico tímidamente.

-Encantado. - Albert le tendió la mano y ambos se saludaron con un apretón de manos. Pablo seguía sentado en la silla totalmente distraído mirando como daba vueltas a su café incansablemente.

-Espero que hayáis desayunado fuerte, porque tenemos un incendio bastante serio. - interrumpió Pedro. - Echenique está gestionando los trámites en centralita, que alguien le diga que ya estamos en marcha.

-¡Yo iré! - Iñigo contestó con entusiasmo y corrió a informar de su salida mientras Pablo se acababa su café de un solo trago. 

Enseguida se reunieron todos en la cochera y tras repasar

que estaba todo el material listo se dirigieron a su destino: una casa en un barrio no muy lejano de donde se encontraban. 

-¡Vamos, chicos!

El equipo se bajó del camión y examinó la casa donde debían cumplir su tarea. Al parecer la policía hacía ya rato que había llegado allí porque justo en la puerta esperaba uno de los agentes de pie, mientras una señora de rodillas lloraba desconsoladamente aferrándose a la tela de su pantalón. Otro agente sacaba de la casa, esposado, al que debía ser su marido, con la cara totalmente magullada y manchada de sangre, que aún emanaba de su nariz y goteaba en el suelo.

-Pero... ¿qué coño le han hecho? - preguntaba Pablo, espantado por la escena.

-Somos bomberos, Iglesias. No vemos, ni oímos, ni decimos maldad...

El de la coleta observaba la escena horrorizado y apretó los puños con fuerza. Vale que fueran bomberos y esto no entrara dentro de sus competencias, pero una injusticia era una injusticia y era escalofriante el aumento de casos de brutalidad policial que se habían dando en los últimos meses y de los que, por desgracia, eran testigos y cómplices.

Preparando todo lo necesario, Pedro empezó a dar órdenes a sus colegas.

-Errejón y yo cargaremos el material. Rivera e Iglesias, entren en la casa y evalúen la situación, infórmennos de la gravedad del asunto, en función de eso planearemos la intervención.

-¡A sus órdenes! - sin rechistar, Albert se dirigió a la entrada, dispuesto a ponerse manos a la obra. En cambio, Pablo, seguía observando todo cuanto le rodeaba.

-Vamos, Iglesias, no tenemos

todo el día. - Sánchez le metió prisa y se acercó a Albert, que ya entraba dentro del edificio.

Albert había desaparecido, trasteando por otras habitaciones así que Pablo se permitió la licencia de husmear por la sala. Si los habían llamado era porque habría algún problema, pero en aquella casa parecía que todo era normal y corriente.

Por dentro parecía mucho más grande que por fuera, y el hecho de que estuviera perfectamente ordenada, casi de forma escrupulosa ayudaba a que se viera así. Las paredes lucían desnudas, sin cuadros ni fotografías, ni estanterías con esculturas como en las casas de la gente corriente; solo una televisión enorme en la pared de la chimenea, apagada. Estaba todo intacto y se veía limpia, impoluta, sin ningún elemento que distorsionara la armonía del entorno. No había ningún detalle que pudiera hacer pensar que alguien vivía allí realmente. 

Ni siquiera en la cocina americana, que podía verse desde la misma entrada de la casa. Ni rastro de vajilla usada, ni olor a almuerzo, teniendo en cuenta que eran las once de la mañana. O bien aquel matrimonio viajaba mucho o realmente aquella mujer era una dedicada ama de casa. O quizás su marido la amenazaba y le pegaba palizas si no hacía que fuera así.

Pablo sacudió su cabeza, como si así sus pensamientos fueran a salir de su cabeza. Era bombero, no podía permitirse pensar en los propietarios ni empatizar con ellos, que es lo primero que enseñan en la academia.

-Joder, Iglesias, ven aquí.

La voz de su camarada irrumpió en sus pensamientos y miró en dirección a la voz para ver a Albert apoyado en el marco de una puerta que alguien

había echado abajo a la fuerza. Aproximándose a él, pudo ver que tras su compañero había un oscuro pasillo con escaleras que llevaba a un sótano iluminado por una vieja bombilla que colgaba del techo. 

-¿Lo hueles? Es por aquí. 

El sótano estaba igual que el resto de la casa, totalmente ordenado, todo calculado a nivel milimétrico; todas las paredes cubiertas por estanterías metálicas llenas de cajas de plástico etiquetadas, y un montón de cajas de cartón apiladas que alguien había tirado al suelo y pisoteado que escondían tras ellas lo que parecía otra parte de la sala que quedaba oculta.

Era la única parte de la casa que era distinta, totalmente sucia y desordenada, nada que ver con las otras estancias. Ambos bomberos sintieron un escalofrío al sentirse rodeados por todo aquello. Las paredes estaban cubiertas de más estanterías, esta vez de madera, pero llenas de libros, cientos de ellos. En el centro del desorden, una silla tirada en el suelo y varias gotas de sangre, de la paliza que habían dado los policías al dueño de la casa y varios libros tirados por el suelo, con las páginas arrancadas, algunas quemadas, otras sucias de sangre.

-Dios santo... - Albert miraba espantado todo aquello.

-Esto es terrible... - Pablo pasaba los dedos por los polvorientos lomos de los libros de la estantería.

-Voy a informar a Sánchez, esto es más grave de lo que esperábamos.

Pablo no le contestó, seguía mirando el desorden de la habitación como si algo no le cuadrara o no pudiera acabar de creérselo. Hacía años que no veía algo así.

-¡Eh! ¿Me estás escuchando?


-Sí. - Pablo contestó, y con las manos temblorosas empezando a tirar libros al suelo, haciendo un montón con ellos en el centro de la sala, cada vez sintiéndose más nervioso y asustado. Albert lo detuvo, poniendo una mano en su hombro.

-No te esfuerces, Pablo. Vamos fuera. 

Los dos bomberos salieron de la casa, ambos pálidos con cara de haber visto un fantasma.

-¡Es el sótano, jefe! ¡Hay que quemarla toda! - gritó Albert, poniéndose el casco.

-¡No, por favor! - La mujer que lloraba en los brazos del agente de policía se acercó a ellos, y se abalanzó sobre Pablo, cogiéndolo de los hombros e implorándole con la mirada que no lo hicieran, que buscaran otra solución. - ¿Dónde voy a vivir si queman mi casa?

-Lo siento señora. Nosotros solo somos técnicos, cumplimos órdenes. - Contestó el de la coleta de la forma más fría que pudo, tratando de esconder lo que le pesaba tener que pronunciar esas palabras.

Aún así parecía que la mujer podía alcanzar a ver el dolor que escondían los ojos del madrileño, que sintiéndose vulnerable, apartó las manos de la mujer y se alejó de ella.

Al parecer los vecinos ya se habían dado cuenta de lo que se estaba cociendo allí y se arremolinaban alrededor del jardín de la casa, observando curiosos, y mascullando cosas sobre los rumores que se corrían de que siempre habían parecido una pareja muy rara y que no les extrañaba que fueran unos traidores.

Mientras el jefe acababa de preparar lo necesario y le contaba a Iñigo detalles sobre el protocolo a seguir, los demás se ajustaban los trajes y se ponían los cascos y las mascarillas. Las sirenas

de más coches de policía alertaron a los vecinos. Varios agentes se llevaban a rastras a la dueña de la casa, mientras otros acordonaban la zona evitando que se acercaran los curiosos.

Iñigo miraba la escena fascinado, como si hubiera esperado toda la vida para estar en ese lugar. Toda aquella gente animándolos, admirándolos a ellos y a su profesión, le recordaban al día en el que decidió que su vocación era ser bombero, a aquel incendio que ocurrió apenas a dos manzanas de su casa cuando tenía diez años. 

-¿Qué pasará con su marido? - preguntó el inocente.

-Se irá a la cárcel. - Sánchez contestó, con una frialdad casi impropia de él. - Lo mejor que le puede pasar es que se lo carguen, en la trena lo van a moler a palos pero bien.

-¿Y con la mujer?

-No lo sabemos, Errejón. Nosotros solo vamos, quemamos y nos vamos.

Rivera e Iglesias ya estaban listos y completamente preparados con sus herramientas en mano, esperando a que el líder empezara a dar órdenes. Cuando Pedro se puso el casco y cogió la mascarilla, Iñigo lo imitó y recibió por su parte la que a partir de ahora iba a ser su herramienta de trabajo.

-¿Todos los casos son así? - Errejón preguntó inseguro, tratando de ponerse la mascarilla con su mano libre.

-La mayoría. Pero créeme, te acabas acostumbrando. - Sánchez le contestó, y cerrando el protector de su casco, se reunió con los demás. 

-El plan es el siguiente. Iglesias y Rivera entran dentro y empiezan por el sótano, mientras tanto nosotros nos ocupamos de la parte de fuera de la casa. Tienen como mucho cinco minutos para salir

de ahí, si no dicen nada entendemos que todo va bien, pero si en el tiempo establecido no están fuera mandamos al equipo de rescate. ¿Entendido?

-Sí, señor. - todos contestaron al unísono, como solían hacer en esas ocasiones.

-Coordinación, nadie debe quedarse atrás.

La pareja entró de nuevo en la casa y se ubicaron de nuevo en aquel sótano cochambroso. 

-En posición, cambio. - transmitió Albert por la radio. 

-Recibido, esperen atentos a la orden, cambio. - Sánchez respondió.

Pocos segundos después, la radio volvía a sonar.

-¡Fuego! 

Sánchez dio la orden y todos encendieron los lanzallamas contra los libros del suelo, y la estantería. El fuego se propagaba a una velocidad vertiginosa, fundiendo los libros y convirtiéndolos en una masa irreconocible hasta volverse ceniza. Las llamas de fuera empezaban a arder con igual intensidad, oyéndose en el piso de arriba como empezaban a ceder las estructuras más débiles. En el sótano la situación empezaba a ser similar. El fuego alcanzaba ya las vigas del techo, y el ruido del chisporroteo de la madera ardiendo y el fuego consumiendo todo cuanto alcanzaba hacían imposible que la retransmisión por la radio fuera audible.

-Pablo, hay que largarse. - Albert advirtió, temiendo que la casa se les viniera encima antes de lo que esperaban. El otro no contestó, y se volteó para ver que seguía bien.

Pablo sostenía con una mano su lanzallamas, y en la otra unos papeles, mientras miraba como uno de los libros del suelo prendía lentamente; las páginas se oscurecían y se arrugaban, encogiéndose y convirtiéndose

en una bola negra, que iba siendo envuelta por otras páginas que ardían, una tras otra. La bota de Albert pisando el libro y haciéndolo estallar en una nube de cenizas interrumpieron el hermoso espectáculo que el madrileño llevaba un rato admirando.

-¿Qué coño estás haciendo? - Albert lo cogió del brazo y de un tirón lo empujó fuera de la sala a las escaleras para salir de allí. A toda prisa, el catalán arrancó a correr dirección a la salida pero se detuvo al oír el sonido metálico del lanzallamas de Pablo cayendo al suelo.

-¿Va todo bien? 

-Va todo bien. - Pablo contestó tocándose el pecho y cargando con su lanzallamas de nuevo. 

Finalmente pudieron reunirse todos en el jardín, sanos y salvos.

-¿Todo bien? - preguntó Sánchez alzando su lanzallamas.

Albert guardó silencio y miró a Pablo, dudando si responder.

-Todo bien. - contestó Pablo, mientras se quitaba la máscara y se dirigía al camión a dejar sus herramientas. 

La casa, en cuestión de pocos minutos, fue totalmente cubierta por las llamas. Tomando la distancia de seguridad, y guardando de vuelta los lanzallamas en el camión, Iñigo observaba anonadado la escena que dejaban tras ellos: las sirenas de los coches de policía, los llantos desesperados de la mujer, la casa siendo devorada por las llamas, desmoronándose y reduciéndose a cenizas y el escalofriante silencio que guardaba la multitud que hacía de público en aquel instante.

Y Albert lo miraba, orgulloso de su trabajo. 

Porque esa era la tarea de los bomberos: quemar. Su cometido era custodiar todos

los libros y destruirlos para evitar que estos sean leídos. Ellos eran los guardianes de la felicidad, como decía el jefe del estado Mariano Rajoy: velaban por la felicidad del ciudadano quitándole preocupaciones y cosas en las que pensar. "Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale solo uno", dijo alguien, una vez. 

-Chicos, buen trabajo. - Pedro se llevó la mano al pecho y golpeó con su puño el logotipo de la salamandra que decoraba su traje de bomberos. Albert e Iñigo repitieron el gesto mientras Pablo permanecía en silencio, mirando a la nada. 

El incendio transcurrió, sin más pena ni gloria. Los espectadores poco a poco fueron abandonando el sitio hasta quedarse ellos solos con el fuego, que ardió intensamente durante horas. La estructura de la casa cedió y quedó en un montón humeante de ladrillos amontonados y ceniza que se llevaba el viento. Una vez extinguido, volvieron al camión para emprender el camino de vuelta.

Pedro Sánchez monopolizaba la conversación de vuelta al Departamento, contando sus batallitas y varias anécdotas de su trabajo como bombero a Iñigo que las escuchaba fascinado mientras le escribía a su madre un mensaje diciéndole que había participado en su primer incendio y que la misión había sido un éxito.

-¿Estás oyendo, Iglesias?

-¿Eh?

-Que esta vez te toca hacer el informe a ti, y no vale cargárselo al novato, que te conozco.

-Sí, claro, no hay problema.

Albert no pudo quitarle el ojo a Pablo en todo el viaje. Parecía más decaído y distraído de lo normal, y su conducta en el incendio no había sido la habitual, obviando el hecho que había puesto en peligro su integridad física al no obedecer a Pedro. 

-Habéis trabajado muy bien así que creo que por hoy puedo dejaros libres. - comentó orgulloso Pedro Sánchez, con una sonrisa triunfal en los labios. - Iñigo, te invito a una ronda de lo que quieras por tu gran estreno. ¿Os apuntáis?

-Yo tengo que volver con Bea, que no quería que volviera tarde hoy. - Albert se quitaba el traje ignifugo recordando lo que había dejado a medias aquella mañana con su mujer.

-Yo voy a pasar, estoy muy cansado. - murmuró Pablo dejando su traje en su taquilla y yéndose sin mediar palabra a toda prisa.

-¿Es cosa mía o algo le pasa a Pablo? Últimamente está muy disperso y no sé por qué, y no me gusta que esto afecte a su rendimiento laboral.

Albert se sintió nervioso, recordando a Pablo distraído, mirando aquel libro arder, y corriendo en el pasillo con la mano en el pecho.

-Pues yo no he notado nada raro. - mintió. -Nos vemos mañana señores. 

Albert cogió su mochila la cargó sobre su hombro listo para marcharse y evitar cualquier conversación que pudiera ponerlo a él y al otro en un compromiso, pero su jefe lo detuvo. 

-¿Señor Rivera? 

-¿Señor Sánchez?

-Vaya con él, a ver si le cuenta algo. 

-A sus órdenes. 

Y tras esto, Albert corrió a alcanzar a su compañero, que se había dado prisa en abandonar el edificio del Departamento de Incendios.


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Parte 2. "Don't face a problem... burn it."

"No te enfrentes a un problema... quémalo."

Albert salió del Departamento de Incendios a toda prisa. Pablo, que apenas hacía escasos segundos se había ido antes que él, había desaparecido totalmente de su vista. Entre el gentío que se paseaba por la calle a pesar del frío que empezaba a hacer a las seis de la tarde, pudo encontrar la característica coleta de su compañero. El catalán empezó a correr calle abajo, llamándolo por su nombre pero Pablo parecía no oírle. 

Al llegar a la primera esquina de la calle, el madrileño se desvió de la que era su trayectoria habitual. Albert sabía donde vivía Pablo, habían vuelto juntos a casa alguna vez y no era habitual que siguiera aquella ruta. Empezaba a preocuparle seriamente el comportamiento raro de su compañero y el misterio que le envolvía últimamente. A partir de aquel momento, en lugar de alcanzarlo, pensó que lo mejor que podía hacer era seguirlo en secreto. Con suerte, quizás descubriría que se trataba de alguna tontería sin importancia y podrían seguir todos con sus vidas.

Albert lo siguió por una serie de callejones hasta llegar a las afueras de la ciudad, a uno de los barrios que aunque llevase tantos años viviendo en Madrid no había pisado nunca. Le recordaba a las películas americanas que echaban en la televisión. Todo casas idénticas, hechas en serie, haciendo que la visión de aquella escena resultara monótona. Las hojas secas que descansaban en el suelo

crujían bajo sus discretos pasos y los árboles, despojados de ellas, se alzaban amenazantes e intimidantes, con las ramas largas y extensas, retorciéndose y enredándose entre ellas, como si no las hubieran cuidado en mucho tiempo y trataran de ahorcarse unas a otras.

Las casas se veían abandonadas. Todas vacías, con las ventanas rotas, los jardines llenos de hierbajos, y la calle, completamente vacía. La acera se acababa y las baldosas se fundían en un acabado desigual y nefasto con el asfalto de la carretera, que seguía recta y se desplegaba ante su mirada hasta desaparecer en el horizonte. 

Pablo se detuvo frente la casa que estaba más deteriorada de todas. Estaba totalmente calcinada, pero se mantenía en pie, negra, distinta a las demás. Los cristales de las ventanas estaban rotos y dejaban ver desde fuera algunos restos de lo que un día debieron ser muebles, totalmente quemados.

-No te conviene estar aquí. - dijo Pablo mientras abría la valla del jardín. 

Albert se quedó en silencio y se detuvo, dudando realmente que el otro se había percatado de su presencia, y si el mensaje iba para él. Pablo esperaba una respuesta mientras clavaba las uñas en la madera desgastada y desteñida por los años y el temporal.

-En serio. - esta vez el madrileño se volteó, con expresión seria. Un escalofrío recorrió de la cabeza a los pies al catalán. - Será mejor que te vayas, Rivera.

-No pienso irme hasta que no me digas qué haces aquí. - dijo con seriedad, deseando que esa acción fuera suficiente para camuflar que, de hecho, se sentía ansioso.

-Rétame.

Y con esa frase, Pablo se metió

por el jardín acercándose a la vivienda a paso ligero y totalmente decidido, esperando que el obediente de Albert empezase a sentirse mal por estar en un lugar prohibido como aquel. El catalán, por su parte, trató de seguirle el ritmo de forma torpe, intentando evitar que las zarzas se le enredaran en las botas.

-No podemos estar aquí. - dijo preocupado Albert, cumpliendo con las expectativas de su compañero.

-Sí podemos. - Canturreó. - Esta vivienda en este momento se encuentra en el limbo burocrático así que ni pertenece al gobierno ni a un particular. Vía libre para los bomberos.

-Joder, Pablo, joder, joder, que esto es muy grave... - repetía el alteradísimo Rivera.

-El sistema está corrupto y podridísimo. Qué más dará que se me extravíe accidentalmente un informe. Nadie reclamó nada, ni siquiera las sanguijuelas chupasangre de las constructoras para adueñarse del terreno y construir más casas que tendremos que volver a quemar algún día.

-Joder, Iglesias, esto está prohibido...

-Aquí no hay normas, Albert.

Albert titubeó unos segundos, buscando una respuesta racional y sensata para dársela a su compañero, pero no la encontró. Ahora Pablo estaba de pie apoyado sobre la puerta, con los brazos cruzados y mirándolo de forma inquisitiva.

-Esto es muy íntimo. - suspiró, viendo que el otro no iba a decir nada al respecto. - Es como... el lugar donde alcanzo la paz espiritual.

-Para eso están las iglesias... - musitó el

catalán.

-Tú vas a misa los domingos y yo vengo aquí.

Un incómodo silencio se apoderó del momento, haciendo que para ambos se volviera más pesado estar en compañía del otro.

-¿Esto es por Tania?

-¿Por Tania? - Preguntó Pablo en una carcajada - Lo de Tania hace ya tiempo que lo superé. Es mejor así.

Albert lo miró escéptico y acto seguido sintió un escalofrío al oírle hablar de aquel episodio de su vida entre risas.

-Supongo que son tiempos difíciles.

-Son tiempos difíciles para todos, Albert, pero especialmente para las mujeres. Tania es la persona más inteligente y curiosa que he conocido en toda mi vida y tenía que conformarse con hacer de ama de casa y cuidar de mí, como si fuera mi sirvienta, una extensión mía, de Iglesias y su señora. Y ni ella ni yo podíamos soportar el hecho de que no pudiera aspirar a nada más en la vida. No estábamos bien, ella quería hacer cosas, estudiar, trabajar, estar con otros hombres y con otras mujeres y no podía, y la opción del divorcio no podíamos ni contemplarla... y no estábamos bien, qué va. Ella era infeliz y eso me hacía infeliz a mí también.

Albert se mordió el labio sin saber qué contestar exactamente. Por ello, Pablo siguió con su discurso.

- Ahora estoy contento de saber que ya no lo pasará mal. Fue su elección, y no la juzgo. - el madrileño miró al suelo. -Tú realmente crees que... ¿Beatriz es feliz así?

-No lo sé, nunca hemos hablado de estas cosas. Ella es feliz en casa, y ahora estará entretenida porque tendremos

un hijo, y Tania...

-Tania era diferente.

-Supongo.

-Yo la quería, ¿sabes? Pero tuvo suerte de tirarse a las vías del tren y que le saliera bien la jugada, está mejor muerta.

Albert sintió un aguijonazo en el pecho al oír tan crudas palabras salir de la boca de Pablo.

-Y bien, doctor Freud, ¿qué hace aquí? - Preguntó con sorna - Te manda Sánchez, ¿verdad?

-No. - Mintió. A medias. - Yo... estoy preocupado por ti. Estás muy raro últimamente, y lo del incendio... 

-No me pasa nada, Rivera, puedes estar tranquilo.

-Vi como te tocabas el pecho y...

-No estoy enfermo ni me voy a morir, que ya sé que eres un maldito catastrofista, de momento parece que tendréis que aguantarme unos añitos más dando la lata por el Departamento.

De repente volvía a ser el Pablo risueño y descarado de siempre.

-En serio, Rivera, será mejor que te vayas.

-N-no voy a hacerlo, Pablo. No hasta que me digas qué te pasa.

-Eres cabezota en el fondo, ¿eh? 

Pablo suspiró y apoyó la cabeza en la puerta, esperando unos segundos más.

-¿De verdad no te irás?

-No.

-Está bien, haz lo que quieras. Bajo tu propia responsabilidad. - puso la llave en la cerradura, y fue a abrirla pero por sorpresa la sacó de nuevo y se volteó, apuntando amenazante al pecho de Albert con ella. - Solo una condición. Nunca hablarás de esto con nadie, ni siquiera conmigo ¿está claro? 

El muchacho asintió.

Iglesias

abrió la puerta y se metió en la casa. Todo cuanto los rodeaba era ceniza y madera carbonizada. El suelo estaba cubierto de polvo, cenizas y tierra, y los muebles estaban totalmente ennegrecidos pero no lo suficientemente quemados para venirse abajo, así como la estructura de la casa, que milagrosamente seguía en pie. Y aquello no era algo que tuviera que suceder cuando se quemaba una vivienda.

-Este incendio... no está resuelto.

-Veo que eres muy avispado. - Contestó Pablo, sarcástico.

Ambos subieron hasta el piso superior de la casa, que parecía el menos afectado. Se metieron en una habitación que parecía bastante antigua; los muebles, que parecían de época, se veían ennegrecidos por el incendio pero no demasiado deteriorados, conservándose mejor que los del otro piso. Pablo se subió a la cama, y de un brinco alcanzó una argolla que había clavada en lo que parecía una trampilla en el techo. Abriéndola, hizo bajar una escalera metálica que permitía el acceso a una buhardilla.

Mientras Albert estudiaba minuciosamente cada movimiento que hacía el otro, este empezó a trepar por la escalera y el catalán fue tras él. 

- La curiosidad mató al gato. - contestó una vez había subido, y se deshizo la coleta para atársela otra vez.

Albert miraba sorprendido lo que parecía un altillo bastante bien conservado. No había mueble alguno, solo ceniza y varias pilas de libros sucios, algunos medio quemados, y un ventanuco por el que

se colaba la luz de una farola que había frente a la casa y que estaba encendida ya a aquellas horas. El madrileño sacó de su bolsillo de la camisa un paquete de cerillas y prendió una lámpara de aceite.

-Esto es... ¿tuyo?

-Bueno, algún día no lo fue, pero sí, digamos que me lo he apropiado, y ahora es donde guardo mis cosas.

Albert cerró los ojos y se frotó las sienes, sin querer creer que sus cosas eran, de hecho, libros.

-Pablo Iglesias Turrión, eres bombero y... ¿lees libros?

-Te dije que si venías aquí era bajo tu responsabilidad. Ahora puedes irte y callarte como una puta o ir a contárselo a los Departamento, pero no creo que hagas eso.

Albert tensó los labios y se mordió la lengua para no soltar un improperio. Le jodía en sobremanera que Pablo lo conociese tan a fondo y pudiera predecir qué cosas haría y qué cosas no, porque obviamente, no iba a denunciarlo.

Mientras tanto, el chaval dejaba en el suelo su chaqueta y se sentaba sobre ella, dirigiendo su mirada a la ventana de techo, desde la que se veía como se oscurecía el cielo y se empezaban a vislumbrar algunas estrellas. Albert se paseaba por la sala y tocaba cada uno de los libros que coronaba cada montón que Pablo coleccionaba allí. Bajo la atenta mirada del madrileño, cogió uno de ellos y miró la portada.

-Enciclopedia de ciencias naturales, volumen tres. - leyó en voz alta.

-Al parecer esto es parte de una colección de libros que hablan de la naturaleza, en general.

Albert hojeó las

páginas y resopló frunciendo el ceño al ver cosas que se le antojaban tan complicadas para su entendimiento. Cerró el libro y lo dejó para tomar otro, que estaba escrito con un alfabeto extraño que no lograba reconocer.

-¿Esto qué es?

-Es el Corán. ¿Sabías que hay en el mundo personas que creen en otros dioses? 

-Claro, los infieles a los que no se pudo hacer llegar la palabra de Dios.

-Qué carca eres, hijo mío. - Rió Pablo. - Creen en Dios también, pero de otra forma.

El chico dejó el libro donde estaba, acercándose al de la coleta y dejando la chaqueta en el suelo, se sentó junto a él.

-¿Y el de hoy? - preguntó.

-¿Hm? 

-No me trates como un gilipollas, Pablo, no soy tan ingenuo. Por eso lo de esta mañana en el incendio, ¿verdad?

Pablo suspiró y abrió los primeros botones de su camisa para sacar de dentro de ella un libro fino, arrugado y bastante afectado por las llamas. Pasó la mano por la portada, retirando parte de la ceniza y de la suciedad para dejar al descubierto el dibujo de un muchacho rubio que vestía con un traje verde, y sobre él, el título en letra ligada.

-El Principito. - leyó.

-Se ha quemado un poco. - Pablo resiguió con los dedos la forma irregular del lomo del libro que se habría prendido en algún momento del incendio.

-Entonces... lees de verdad. 

-Te sorprendería la de cosas que esconden los libros.

-Por eso están prohibidos, Pablo. Por eso los quemamos... vamos, no me jodas...

-No digas... - Pablo fue a hablar pero Albert no

le dejó terminar.

-Somos guardianes de la felicidad, Pablo. Quemamos libros para... evitar que la gente tenga esos quebraderos de cabeza de pensar en... en cosas.

-¿Es que acaso tú no piensas en cosas o qué, Rivera? ¿No te preguntas de dónde venimos, a dónde vamos, y por qué las cosas son así?

-La verdad es que yo...

-Hay un mundo más allá de lo que conocemos, y nos lo esconden, tío. Nos hacen luchar en su contra, nos hacen destruirlo. No nos quieren ingenuos para no rompernos la cabeza, Albert, nos quieren desinformados para manipularnos. Dicen que así somos felices, nos anestesian el alma con programas de televisión absurdos y vacíos, nos crían con la idea de que debemos aprender un oficio y trabajar y casarnos y tener hijos y hacer que el ciclo se repita. Privarnos de todo esto no es hacernos felices, de hecho es la peor tortura a la que podrían someternos...

A Albert le daba miedo admitir que tenía razón, y es que en el fondo lo sentía así. Después de dudarlo varios segundos, cogió el libro de las manos de Pablo y lo abrió por una página cualquiera, leyendo en voz alta.

-Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos... - después de esto pausó un momento para pensar en lo afortunado que resultaba encontrar esa frase al azar, y segundos después siguió con la lectura. Pablo lo seguía, leyendo también y escuchando como iba recitando, aunque no fuese desde el principio. 

Pero pronto perdió de vista el libro y se centró en rasgos de la cara de Albert, que seguía a lo suyo, mientras se dejaba llevar por su voz.

De repente se detuvo y su mirada coincidió con la suya, y se dio cuenta de que era porque sin darse cuenta había empezado a acariciarle el pómulo con los nudillos.

-Sigue leyendo... - le pidió con la voz débil. 

El catalán, con la voz temblorosa, obedeció, y el pulgar de Pablo acarició su mejilla, manchándola con los restos de suciedad que tenía en los dedos. El muchacho no pudo controlar sus impulsos y atrapó el labio inferior de Albert entre los suyos. 

El libro cayó en el suelo, olvidado por completo. El cuerpo entero del catalán se tensó, pero en ningún momento rompió la unión que tenía con el otro. Demasiado rápido y demasiado pronto, Pablo se separó de él.

-Me apuesto lo que quieras a que nunca nadie te había besado así. - le susurró en los labios.

Respondió negando con la cabeza y Pablo se escondió en su cuello, plantando suaves besos y descendiendo en dirección a su clavícula mientras sus manos se posaban en sus muslos. Albert se estremeció con el contacto y gimió cuando sintió como su lengua se paseaba lenta por su cuello, trazando el contorno de su nuez, y Pablo sonreía al notar el movimiento de esta cuando Albert tragaba saliva, ansioso.

-Pablo, esto no...

-Aquí no hay normas, ¿recuerdas?

Y con un suspiro y otro beso robado de sus labios, Albert acabó de derretirse en los brazos de Pablo.


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Parte 3. "It was a pleasure, to burn"

"Fue un placer, quemar."
La noche se cernía sobre Madrid y el cielo se había teñido de negro totalmente. Tumbados sobre sus chaquetas y con la ropa aún desabrochada, descansaban Iglesias y Rivera, mientras el más joven seguía con la lectura en voz alta. Recitó con pena los últimos renglones legibles que se fundían con las últimas páginas teñidas de negro del libro, que para ser el primero que leía se le había antojado cortísimo.
-Es... interesante. - se frotó las manos en el pantalón, limpiándose los restos de ceniza de los dedos. - Hay algunas cosas que me ha costado entender, pero... eso me deja con ganas de leerlo otra vez.
Pablo sonrió, al ver que el escéptico Rivera había ganado interés en la lectura con un libro quizás demasiado corto, pero que transmitía muchas cosas, y lo más importante, que se las había transmitido a alguien como él.
-¿Sabes? Antes, cuando se leía, solía decirse que un buen libro es aquél que te deja con ganas de leerlo otra vez. Y cuando lo lees de nuevo, cada vez te sabe distinto.
Albert le devolvió la sonrisa, mientras sentía como el de la coleta dibujaba círculos en el dorso de su mano.
-Qué menudos somos en el universo, ¿no? Todas esas estrellas allí... Me hacen sentir pequeño.
-Es bonito, ¿verdad?
-Y que lo digas. Desde mi barrio apenas se ven. Aunque confieso que nunca me he fijado demasiado, tampoco.
-No, me refería a sentirse pequeño. 
-No te entiendo.
-Creo en la belleza de las cosas malas. De hecho, la veo y la aprecio. Estar

triste, preocuparse por una cuestión filosófica, sentirse incómodo por ello es... es increíble. Que las personas seamos capaces de sentir tensión real al no saber responder una pregunta... Nos lleva a buscar una respuesta. Y a ser mejores. No hay nada mejor en esta vida que sentirse insignificante y saber que hay mil cosas ahí fuera esperando ser descubiertas, que va a haber muchas respuestas a una sola pregunta. Que el ser humano sea capaz de todo esto es... es emocionante, es una auténtica pasada.
Albert se deleitó en el brillo de los ojos de Pablo, cogiendo una gran bocanada de aire. Y la dejó ir, como si respirara por primera vez, y el aire de Madrid en ese momento fuera distinto al que había sido siempre.
-Nunca había pensado en ello. ¿Crees que hay alguien en el mundo que en este momento está pensando en lo mismo?
-Es lo emocionante de leer, que sabes que hay alguien que se hace las mismas preguntas que tú y escribe sobre ello. Creo que eso calma más el espíritu que cualquier ley absurda que prohíba pensar para ser feliz.
Albert no contestó. Simplemente se dejó acunar por la atmosfera relajante de aquella noche en que las estrellas brillaban más que nunca. Con los sentimientos a flor de piel, notaba como el germen de algo nuevo crecía en su interior; empezaba a sentir un cúmulo de sensaciones que no había sentido en la vida y a las que no sabía poner nombre, pero allí estaban. Y por eso las caricias en su mano le resultaban reconfortantes. Le hacían sentir que después de todo aquello, no estaba solo. Que aún había mucho por descubrir

con Pablo, cuyas facciones le resultaban hermosas por primera vez a la luz de la lámpara de aceite. Era una noche en la que imposible era solo una opinión, la primera de muchas más.
-¿Quién te enseñó todo esto? - preguntó Albert rompiendo el silencio.
Pablo sonrió.
-Fue un chico, hace tiempo. Se llamaba Alberto Garzón. 
El catalán se tumbó de lado mirando a Pablo, como señal de que estaba dispuesto a escuchar atentamente su historia.
-Era un chaval que se mudó justo en la casa de al lado de la mía. Una noche, cuando volvía del curro coincidimos y me lo encontré leyendo en el porche de su casa. 
-¿Y no hiciste nada?
-Claro que hice. Me acerqué a él y le dije que no podía hacer eso, que estaba prohibido, y que estaba loco por hacerlo en el porche a la vista de todo el mundo, que lo podían denunciar.
-¿Y qué pasó?
-Que me invitó a leer con él. 
-Dios santo. ¿Y no le dijiste...?
-Le dije que era bombero, que yo no leía libros, que los quemaba.
-¿Y qué contestó?
-Que no me tenía miedo.
Albert miraba a Pablo totalmente atónito.
-Era la primera vez que me presentaba ante a alguien diciendo que era bombero y que aún así me miraba a los ojos y me sostenía la mirada, como si me conociera de toda la vida.
El catalán se quedó en silencio.
-Cuando vamos a los incendios... la gente nos mira aterrados. Nos tienen miedo, nos temen. 
-No nos temen, nos... respetan.
-Nos respetan porque nos tienen miedo. Los de arriba nos dan un traje deslumbrante y un lanzallamas

y nos dan ese poder, poder para destruir. Destruir casas, las posesiones de la gente, sus vidas.... Somos monstruos Albert, nos han convertido en máquinas de quemar.
Albert volvió a tumbarse sobre su espalda, ahora evitando la mirada de Pablo y tensó los labios, sintiendo por primera vez culpabilidad por hacer su trabajo.
-¿Y te quedaste a leer?
-Sí. 
-¿Qué pasó con él?
-No lo sé, le perdí la pista. Un día desapareció y me dijeron que había muerto, atropellado por un coche. - suspiró. - Me gustaría pensar... que no lo pillaron. Pero a saber. Yo ya hace tiempo que no me creo nada.
Ambos se quedaron en silencio, descansando, dejando que tanto la congoja como la placidez de todo aquello sosegara sus almas. Pero de repente, Pablo se incorporó, quedándose totalmente tenso y alerta de algo. Albert, al ver a su compañero así, se sobresaltó.
Abrochándose los botones de la camisa, se puso en pie y Albert repitió sus acciones, hasta que el madrileño apagó la lámpara de aceite y sin mediar palabra empezó a bajar por la escalera metálica.
-¿Pasa algo? - preguntó Albert, sin comprender lo que hacía. En respuesta, Pablo le siseó.
Sigilosamente, el de Vallecas miró al piso de abajo desde el descansillo de la escalera, analizando todo y cuanto le era visible desde aquella posición. Acto seguido miró a Albert, y este juró que aunque estuvieran a oscuras, podía sentir como Pablo empalidecía.
-No estamos solos.
-¿Cómo lo sabes?
-Esa puerta no estaba abierta antes. - le susurró, llevándose la mano al pecho, sintiendo como

se le aceleraba el corazón. - A la de tres empieza a correr como desgraciado, ¿de acuerdo?
Su compañero asintió y esperó unos segundos, notando como la ansiedad se hacía con su cuerpo y le agarrotaba los músculos. Temía que no le respondiera el cuerpo y se quedara deslumbrado cual ciervo en medio de la carretera, y que quien fuese lo acabara pillando por culpa de los nervios. Sin embargo Pablo le dio el aviso y fue capaz de bajar los escalones de tres en tres y arrancar a correr como nunca lo había hecho. 
-¡Están ahí! - gritó una voz desde dentro de la vivienda.
Las luces del salón se prendieron y de un brinco, Albert salió pitando de la casa con Pablo delante, que corría a una velocidad increíble al igual que él. Acostumbraba a salir a correr por las noches, aunque él era más de brazos, por lo del waterpolo. Igualmente, para ser bombero debía mantenerse en forma, pero nunca se hubiera creído que sería capaz de correr a tal velocidad. Sin embargo, sabía que cuán más rápido corriera, más rápido se cansaría, y sus piernas empezaron a hacérselo saber.
-Estamos corriendo mucho, pero, ¿hacia dónde? - preguntó entre jadeos a Pablo, que corría más rápido que él y se encontraba a un par de metros.
-A un sitio, no te pongas nervioso. - tomó un desvío hacia una calle tan oscura como la de que venían, y miró insistentemente cada una de las casas, como si buscara una en particular.
-Rivera e Iglesias, les recomiendo que se entreguen, hay patrullas de bomberos y policías buscándoles por toda la ciudad en este momento. - pronunció

una voz grave que provenía de la mochila de Rivera. 
-Mierda, Albert, la radio, nos han encontrado por la puta radio.
-Suelten al Sabueso. - transmitió el aparato antes de que Albert se deshiciera de su bolsa, tirándola a unos arbustos.
-El Sabueso... - dijo Pablo empalideciendo y ralentizando su carrera.
-¿Qué es el Sabueso? - preguntó Albert, alterándose y sintiendo como apenas le quedaba aire para hablar.
-El Sabueso Mecánico es un robot de ocho patas al servicio del Departamento que es capaz de reconocer el olor de mil hombres. Estamos jodidos, nos va a encontrar.
-¿Si es del cuerpo de bomberos por qué no sabía de su existencia?
-Porque es un proyecto en fase de prueba aún.
-Y lo más importante, ¿cómo lo sabes tú?
-Porque yo ayudé a construirlo. 
Pablo se detuvo ante la valla de un jardín y trepó por ella para cruzar al otro lado. Se acercó a un pequeño cobertizo que había bajo un árbol y echó la puerta abajo de una patada para meterse dentro. Segundos después, salió de allí con un pie de cabra entre sus manos. Albert, que aún estaba atónito recibió la herramienta y la sostuvo unos segundos, procesando todo aquello mientras Pablo volvía a escalar la valla para salir.
-Corre, abre la tapa de esa cloaca.
-¿En serio hay que bajar ahí?
-Dios, Albert, ¿es que prefieres que el robot ese te mate?
-¿Qué me mate...?
-No hables, solo hazlo.
Haciendo palanca logró abrir la tapa sin hacer demasiado ruido y empezó a descender por la oxidada escalera metálica que llevaba a los túneles subterráneos

de la ciudad.
Pablo bajó tras él, cerrando la entrada y tratando de borrar todas las pistas que pudieran hacer pensar a los bomberos que estaban ahí. Albert dejaba caer el pie de cabra y apoyaba las manos en las rodillas, aturdido y cogiendo el oxígeno que podía de aquél aire pútrido que se respiraba allí.
-No puedo más. - Jadeó con expresión de dolor y cansancio.
-Vamos, Albert, solo un poco más y podremos descansar un rato. - contestó el de la coleta reconfortándolo con una mano en el hombro. 
Pablo tensó los labios para esbozar una media sonrisa que se quedó en un intento fallido, tratando de calmar a Albert. 
-Venga, no podemos quedarnos aquí, hay que moverse. 
Finalmente el de Vallecas empezó a andar por el túnel, encendiendo una linterna que al parecer llevaba en uno de los bolsillos del pantalón. Todo cuanto les rodeaba era el ensordecedor sonido del agua, que seguía la corriente y el chillido de las ratas que se escondían por allí. Pablo tocaba a tientas la pared que había a su lado, buscando alguna cosa que sabía que estaba allí. Definitivamente, no estaba improvisando, este plan de huida llevaba tiempo preparándolo y Albert deseó que estuviera bien perfilado y que por Dios, saliera bien.
Los pulmones le dolían con cada bocanada de aire que tomaba. Apenas sentía las piernas, y el hormigueo que atormentaba con pinchazos las plantas de sus pies lo estaba matando. Empezaba a marearse, entre el gran esfuerzo físico que estaba haciendo y el hedor de aquel lugar. Pablo se iba dando la vuelta preocupado para asegurarse de

que su amigo seguía en pie.
-Ya llegamos, Albert, la he encontrado. - Dijo deteniéndose frente a lo que parecía una puerta metálica con la cerradura forzada.
-Por aquí.
Pablo cogió de la mano a su compañero y lo llevó por una serie de pasillos oscuros. El sonido del agua se alejaba cada vez más, perdiéndose en la distancia, y era sustituido por el pesado sonido de una fuerte corriente de aire. El pasillo se acababa y ante él, solamente con un escalón de separación, se desplegaba un túnel oscuro que parecía interminable. El madrileño saltó el escalón y mordiendo la linterna con la boca, abrió sus brazos.
-Vamos, yo te ayudo. 
Albert apoyaba sus brazos en los hombros del otro y bajaba, sintiendo como con el contacto con el suelo las piernas le flaqueaban.
-Ya casi estamos. 
Siguieron andando unos minutos por aquella tortura de suelo lleno de piedras que magullaban la planta de sus pies a través de sus ya malgastadas botas. A lo lejos se divisaba una pequeña luz, que parpadeaba tímida, con discreción.
-Ya hemos llegado. - suspiró el de Vallecas, acercándose a unos focos de luz y sentándose apoyado en la pared.
Con la poca fuerza que le quedaba, el catalán logró acercarse a él y se dejó caer tumbado, en el frío suelo de donde fuere que se encontraban.
-¿Dónde estamos?
-En el metro. Es una estación fantasma.
Albert respiró aliviado, tratando de recomponerse. Tenía la boca totalmente seca y sentía aguijonazos en el pecho cada vez que tomaba aire. Sus piernas empezaban a recuperar la circulación habitual y el cuerpo

le pedía tregua castigándolo con el martilleo de los latidos de su corazón en los oídos, en el pecho, las mejillas, las piernas y los brazos. Notaba como le vibraba el cuerpo entero, y se estremecía con cada latido de su fatigado corazón.
-Tenemos unos minutos de ventaja. Ahora mismo el Sabueso estará confuso, dudo que pueda olernos desde aquí y más después de pasar por la cloaca. Mientras estemos aquí abajo estamos... a salvo, dentro de lo que cabe.
-Espero que tengas un plan a partir de ahora.
-Pues... lo suyo sería salir de la ciudad y escondernos en el bosque para alejarnos.
-Vamos, que no tienes ni puta idea.
-La verdad es que no.
-Espero que al menos tengas idea de los puntos débiles del Sabueso. - Albert se incorporó, tirándose del pelo para olvidarse de la jaqueca insoportable que tenía. - Para ganar un poco más de tiempo.
-No sé nada más del Sabueso, yo solo soy un técnico, yo...
-Fantástico. - suspiró, sarcástico. 
Albert cogió una de las piedras del suelo y la lanzó contra la pared, tratando de liberar la rabia que sentía en aquel preciso instante. 
-Mierda, ¿por qué tenía que pasar todo esto, eh? ¡¿Por qué coño tenía que pasar esto?!
-No lo sé, tío, ¡todo iba bien hasta decidiste que era una buena idea eso de seguirme!
Rivera se abalanzó sobre su compañero y lo cogió del cuello de la camisa con fuerza, atrayéndolo hacia él. Con la mano libre fue a golpearlo pero no fue capaz. Se quedó con el brazo alzado, el puño cerrado y su pulso totalmente acelerado, haciendo tiritar su cuerpo entero. Pablo acarició

el labio de Albert con la yema de su pulgar para calmar su temblor, llevando sus caricias al resto de facciones de su cara.
-Albert... siento mucho todo esto. Todo. - dijo cerrando sus ojos y apoyando su frente en la del otro.
-En realidad... no me arrepiento... de nada... - contestó mirando sus labios, con deseo y con tristeza a la vez. 
Albert cubrió la mejilla de Pablo con la mano con la que pretendía agredirlo y acarició su pómulo con dulzura.
-De lo único que me arrepiento es de haber descubierto todo esto ahora, y no antes. 
Sus labios rozaron los de Pablo, en una caricia suave como el aleteo de una mariposa. El de Vallecas suspiró en su boca y se dejó fundir en un largo, lento y profundo beso cargado de devoción del uno por el otro, pero que quedó manchado con la angustia del momento y les supo demasiado a despedida. Ese beso tenía tantas cosas... Tenía la pasión. La desesperación. El ansia de libertad. Las ganas. 
Y el miedo.
-No puedo prometerte nada porque no sé qué va a pasar cuando salgamos ahí fuera. Pero... - Pablo fue interrumpido.
-Haremos todo lo posible por salir de esta.
La esperanza que tenía puesta Albert en esa noche le iluminó los ojos de nuevo y le dio las fuerzas necesarias para seguir con la huida. 
-Entonces vámonos, la salida al río está cerca de aquí.
Aunque volvía a tocar lo de pasar por los túneles de la cloaca, a Albert se le hizo menos pesado el trayecto. Habiendo descansado y teniendo las ideas más claras que nunca se veía con fuerzas de eso y muchísimo más. Sentir la

calidez de la mano de Pablo con la suya le hacía sentirse más tranquilo, capaz de cualquier cosa, de cometer cualquier locura.
El hedor empezaba a disiparse, anticipando la llegada a su destino. Ambos se deslizaron entre los barrotes y respiraron, por fin, aire puro y limpio.
-Esto es maravilloso. - Albert admiraba las viejas casas abandonadas que cubiertas de musgo y hiedra, decoraban paisaje del el bosque en la oscuridad de la madrugada.
Pablo tenía fijada la vista en la ciudad, que parecía sumida en el caos. Se oían las sirenas de los coches de bomberos y de la policía y los ladridos de los perros. En el horizonte, podía ver como empezaban a asomar los primeros rayos de sol que anunciaban la llegada de un nuevo día. Y ahora, todo aquello, era muy lejano. 
-¿Qué hacemos? - Pablo preguntó confuso, queriéndose asegurar que Albert, que dejaba atrás una vida entera, estaba seguro de aquello.
-Nos vamos. - contestó, sin más.
Ambos anduvieron por el camino asfaltado que desfilaba entre las viejas casas y se adentraba en el bosque, perdiéndose entre la espesura.
-¿A dónde iremos?
-No lo sé, seguro que no muy lejos de aquí se esconden muchos disidentes que huyeron algún día. 
-Fíjate las horas que han pasado, empieza a amanecer y, oh.
Albert enmudeció de repente y Pablo frunció el ceño.
-¿Todo bien?
-Sí, solo que me ha dado un pinchazo en la pierna. - Contestó, parándose a tocarse el gemelo.
-Será de correr tanto. - rió Pablo, siguiendo su marcha.
-Pablo.
El de la coleta se detuvo

y miró a Albert, que de repente mostraba una expresión de puro terror, su cara totalmente pálida mientras se tocaba la pierna.
-¿Tanto te duele? - preguntó acercándose al catalán.
Su expresión cambió cuando vio de qué se trataba.
-Dios mío, quítatelo.
A sangre fría, Albert se arrancó de la pierna lo que parecía un dardo con un extraño líquido amarillento dentro, haciendo que se le abriera una herida dolorosa y lacerante en la pierna.
-¿Qué es esto?
-Anestesia, una dosis mortal de anestesia de hecho. Pero no te preocupes, no ha dado tiempo a que se te inyectara la suficiente. 
Y aquello solo podía significar una cosa. Pablo miraba fijamente el líquido del dardo tambalearse al ritmo de su pulso, que se aceleraba conforme se iba poniendo nervioso, porque sabía lo que les esperaba.
Y Albert, que emitía un ruido de sobresalto, parecía haberse dado cuenta también. Dejando caer el dardo al suelo, alzó la mirada para encontrarse frente al Sabueso, que los miraba fijamente como un depredador que ha acorralado a su presa.
-¡Vamos, Albert, corre!
Ambos arrancaron a correr con la misma intensidad que horas antes, huyendo del Sabueso. Tras él, empezaba a desplegarse una tropa de bomberos, lanzallamas en mano, siguiéndolos allá donde fueran.
Albert empezaba a cojear cada vez más, la anestesia ralentizando su carrera. Pablo se iba dando la vuelta para ver cuán cerca estaban los bomberos, y lo que podría aguantar su compañero.
-Cuanto más corra más rápido se extenderá la anestesia. - dijo entre dientes Rivera,

que empezaba a darse por vencido.
Pablo se aproximó a una vieja casa abandonada, marcada con una cruz en la puerta como señal de que allí había vivido un disidente, dispuesto a esconderse dentro de ella.
Albert, que ya había perdido la sensibilidad y la movilidad de la pierna, se caía a apenas un metro de la entrada de la casa, desde donde Pablo lo observaba mientras los bomberos venían a por ellos.
-Entréguense y el juez tendrá compasión con ustedes. - anunció la familiar voz de Pedro Sánchez, a lo lejos.
Pablo miró a Albert, que apenas tenía fuerza para reptar y alcanzar la entrada de la casa. 
-Lo siento mucho. - Pablo fue a cerrar la puerta y dejarlo fuera, pero con la punta de los dedos, lo detuvo.
-¿Te vas a encerrar y me vas a dejar aquí?
-Nadie se queda atrás. - contestó Pablo, enunciando el lema del cuerpo de bomberos. - Por eso no voy a arrastrarte conmigo, Albert, que tienes mujer y un hijo. Casi prefiero que puedan visitarte en la trena.
-Quiero entrar ahí contigo. 
-Esto no va a terminar bien - dijo con tristeza en los ojos. - ¿Prefieres ir a la cárcel o... morir? 
-Morir, pero por una causa noble. 
Con dolor en sus ojos Pablo miró a su amigo, que le imploraba con la mirada que no dejase que lo cogieran. Así que tiró de sus brazos arrastrándolo dentro de la casa, dejándolo sentado y apoyado en lo que parecía un sillón viejo. De una patada, el de la coleta se cargó el pomo de la puerta, y acto seguido la atrancó para que no pudiera abrirse desde fuera.
-Salgan de ahí, Iglesias y Rivera. Si obedecen y salen ahora

tendrán clemencia y se librarán de la pena de muerte.
-Déjate de tonterías, Sánchez, no vamos a pisar la cárcel porque seguro que nos torturan y nos matan antes, y si vamos a la cárcel nos matarán a palizas, como si no supiéramos como se trata en el trullo a los disidentes.
-Piénsalo bien, Pablo, estás ahí dentro con un hombre que tiene mujer y un hijo en camino... - respondió firme su jefe.
-¡Un hombre que prefiere morir de pie que vivir de rodillas! - gritó Albert con todas sus fuerzas.
-¡Entonces ahí ardáis, traidores!
El sonido de los lanzallamas y el calor que empezaba a inundar la estancia era todo lo que conocían en aquél momento. El fuego empezaba a calar y a incendiar la estructura de la casa y las llamas asomaban entre los cristales rotos de las ventanas.
-Fíjate, un día te despiertas siendo un héroe y la misma noche mueres siendo un desgraciado hijo de puta. - Pablo reía mientras se desabrochaba los botones de su camisa.
Albert, por su parte, se santiguaba repetidas veces, murmurando algo para sí mismo, quedando silenciado por el chisporroteo de la madera en llamas.
-Albert... - susurró Pablo, arrodillándose frente a él y apoyando una de sus manos en su hombro, tratando de tranquilizarlo con ese gesto.
-No tengo deudas con Dios, solo... me da miedo morir sufriendo.
-No vamos a sufrir, tranquilo. Antes el humo hará que nos durmamos y no nos enteraremos de nada. No hay muerte más dulce que esta, ¿eh?
Pablo se reía y Albert no pudo evitar reírse también, sus carcajadas apagándose a la vez, mientras memorizaban cada uno la cara del otro, como si fueran a mirarse por última vez.
-Hace un rato decías que veías la belleza en las cosas malas... - y se calló.
Se calló las palabras pero le hablaba con la mirada, sin querer admitir que estaba asustando. Sus ojos pedían ayuda a gritos, pedían una última excusa, un motivo, una última cosa a la que aferrarse en sus últimos minutos de vida.
-Esta es la semilla de lo que un día será una sociedad mejor, Albert. Hoy moriremos pero hay más de los nuestros ahí fuera, lo sé. Y cada día habrá más, y más, estoy seguro de ello. Y algún día cambiarán las cosas, y no arderemos en vano. No hay una causa más noble por la que morir que esta.
Aún así, en el fondo, mentía. Y Albert lo sabía. Sabía que nadie sabría nunca nada de ellos, y las noticias dirían que habían muerto en un accidente antes que reconocer que había un par de disidentes en el cuerpo. Todo seguiría igual, pero sin ellos.
-Fue un placer, fue un placer... quemar... - musitó Albert, sintiendo como empezaban a pesarle los párpados.
-También lo será arder. - contestó Pablo, cerrando los ojos también.
Fin.

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